De pronto yo estaba en el hogar donde pasé la adolescencia; lo supo
primero mi nariz. Los ojos se acostumbran tarde a la penumbra, pero mi
olfato reconoció enseguida el olor inconfundible de la casa de la calle
Treinta y Cinco. Siempre sabemos cuál es la fragancia del sitio donde
crecimos; nadie acertaría a explicar de qué está compuesta, pero cada uno
de nosotros es capaz de reconocer ese aroma entre miles. Y yo estaba
ahora en mi casa de Mercedes. Exactamente en el sitio al que llamábamos
el rincón blanco.
El rincón blanco siempre fue el epicentro de la casa. El lugar por el que
había que pasar para ir a cualquier parte. No era un rincón, sino una
prominencia amplia que abultaba el pasillo justo por la mitad. Y tampoco
estaba pintada de blanco, pero le decíamos así. Nunca supimos por qué.
En todos los hogares hay recovecos y habitaciones que los mayores
bautizan sin conciencia, y que luego nombran para siempre de una forma
estrafalaria. Los hijos nacen y después crecen con la certidumbre de que
esos apodos son estándares. Sólo las visitas reconocen el fallo:
—Dejá la campera y el portafolio en el rincón blanco —le decía yo a mis
amigos cuando venían a tomar la leche.
—¿A dónde?
—Ahí, en el rincón blanco —y señalaba aquel sitio, empapelado con
flores mustias sobre un fondo celeste, que solamente tenía un armario con
cajones, un estante y un espejo.
Los niños que habitan las casas no tienen la menor idea de que algunas
palabras —rincón blanco era la mía— no significan nada para el huésped
ocasional, que sólo tienen sentido para los moradores, y a veces sólo para
los moradores más antiguos.
Quizás ese lugar alguna vez haya sido blanco, es posible. Pero más
tarde, después de mil manos de pintura, los habitantes mayores le siguen
diciendo rincón blanco y los más jóvenes, por ejemplo mi hermana y yo,
le decimos también así durante la infancia entera, y en la adolescencia, y
también mucho después en el recuerdo, como si esas palabras fueran una
referencia común en los hogares del mundo. Como si en todas las casas
hubiera dormitorio, comedor, rincon blanco, baño y terraza.
Una tarde, cuando éramos todavía compañeros de primaria, el Chiri me
preguntó por qué le decíamos rincón blanco al sitio pequeño que quedaba
en medio del pasillo, y entonces, sólo entonces y no antes, descubrí que no
tenía el menor sentido llamar así a tres paredes empapeladas de tonos
pastel. No supe qué responderle.
En otras casas, en las ajenas, también había sitios bautizados por sus
dueños de un modo extraño, lugares que los habitantes llamaban de
forma especial sin darse cuenta, como por ejemplo el galpón de los
juguetes, que era la habitación de mi amigo Sebastián, en donde no había
juguetes sino libros y cacharros; o la cocina vieja de una compañera de mi
adolescencia, que era un lavadero sucio detrás de un jardín. O los cuartos
de soltero de los tíos díscolos que se van pronto de casa, pero que nuestras
abuelas siguen llamando la pieza de toto para siempre.
—¡No entres a la pieza de toto, que no le gusta!
Las habitaciones guardan, también en su nombre, el recuerdo de lo que
fueron, por eso ahora, que de repente he aparecido —aún no sé cómo,
porque vivo en España y casi tengo cuarenta años— en la que fue mi casa
de los ochenta, podía oler la frescura del rincón blanco aún sin verlo, y
recordé largas tardes leyendo entre esas paredes libros de Mark Twain, o
escuchando música de casete en un estéreo.
De a poco mis ojos se habituaron a la falta de luz. Desde la habitación
de mis padres, entreabierta y oscura, pude escuchar el murmullo de una
conversación. Ya era pasada la medianoche, supuse, y estarían a punto de
acostarse. Siempre tardaban muy poco en comenzar a roncar.
Mi madre roncaba igual que una Vespa con la bujía empastada, y mi
padre con un silbido musical. Los dos juntos, sincopados, se oían como un
motociclista al que no le importa haber quedado en mitad del camino. Me
hizo ilusión quedarme un rato y comenzar a escucharlos.
Más allá del pasillo la puerta de la cocina estaba cerrada, pero se
adivinaba una hendija de luz del otro lado. Reconocí entonces el tecleo
apagado de una máquina de escribir. Supe sin sorpresa ni escándalo, sin
asombro ninguno, que del otro lado estaba yo mismo con quince años,
quizás dieciséis, escribiendo mi primera novela.
Ahora mismo, mientras narro estos detalles sensoriales, todavía no he
decidido si estoy explicando un sueño o un cuento. Preferiría que fuese lo
segundo: me gustaría caminar hasta la cocina, abrir la puerta y conversar
con el adolescente que escribe, lleno de esperanzas y de trabas, su primera
historia de largo aliento.
Me gustaría ayudarlo con la estructura del relato, y también —lo
confieso— poder narrar aquí esa charla completa, más para mí que para
ustedes, pero tengo demasiado presente El Otro, aquel cuento muy
famoso en el que Borges, ya viejo, se topa con Borges joven en un banco
de Cambridge, a la vera del río Charles, y el más viejo logra convencer al
más joven de que son el mismo, y conversan sobre literatura.
Hubiera sido vergonzoso, entonces, ir hasta la cocina y conversar
conmigo mismo, porque esta historia, que podría llamarse El rincón
blanco, perdería muchísimo en comparación con la historia de El Otro.
Mala suerte, hay cosas que ya no se pueden escribir mejor de lo que han
sido escritas.
Pero ya que estaba allí, decidí recorrer un poco la casa a oscuras,
intentando no hacer nada que pudiera parecer borgeano. Comencé a
caminar hasta el comedor tanteando las paredes con las manos abiertas y
los brazos extendidos, dando pasos temblorosos, sin darme cuenta de que,
en mi afán de no imitar la escritura de Borges, estaba plagiando su forma
de moverse por las casas.
Me reí solo, mientras sacaba del bolsillo un encendedor para darme un
poco de luz y no parecer un ciego.
Ahora estaba de pie frente a la habitación de mi hermana. Entré con
cuidado y acerqué el encendedor para verla dormir. Ella tendría doce años
si yo tenía quince, y me sorprendió —al verla dormida— cuánto se parecía
a mi hija. Ese descubrimiento, insospechado, fue quizás lo mejor del
sueño, porque lo que viene después será mejor olvidarlo.
La cara interior de su puerta fue otro hallazgo feliz. Hacía años que se
había borrado de mi memoria ese pastiche rosa, espantoso. Florencia, en
su primera juventud, escribía frases en la madera y en el marco, con
rotuladores de mil colores. Y también hacía dibujitos cursis.
—Si lo amas déjalo libre —leí ahora—, si regresa siempre fue tuyo y si
no viene nunca lo fue.
También había esta otra:
—Amor no es mirarse el uno al otro en los ojos, sino mirar los dos a la
misma dirección —y ésta estaba rematada con unas flechas de colores lila,
púrpura y rosa fuerte, y un corazón partido por la última flecha. Mi
hermana no tenía una puerta, tenía un blog de MSN.
No debí haberme regodeado tanto, porque cuando llegué a mi
habitación de entonces se me cayó el alma al suelo. Yo era mucho peor
que mi hermana; yo era directamente un farsante. Habría preferido mil
veces ser cursi como ella y escribir cosas de amor en las puertas, en lugar
de tener toda la habitación empapelada con afiches de escritores que
jamás en la vida había leído.
¿Qué hacía esa foto de Lenin allí, con ese bigote absurdo? Y sobre todo,
¿por qué durante toda mi adolescencia yo estuve convencido de haber
colgado una de Nietzsche? Regresaron, urgentes, mis deseos de entrar a la
cocina, pero ya no para conversar conmigo al estilo borgeano, sino para
cagar a trompadas al gordito pelotudo que estaba adentro.
Y lo habría hecho, con toda seguridad. Habría abierto la puerta de la
cocina a patadas, me habría agarrado de mi camiseta de entonces con mis
puños cerrados de ahora, me habría dicho que no fuera tan estúpido, que
dejara de posar como un pavo real, que empezara de una vez por todas a
disfrutar de la escritura en lugar de usarla como bandera, que escribiera
menos, que escribiera solamente cuando me diera la gana y no cada puta
noche como si de eso dependiera la salvación del mundo; me habría
cacheteado, me habría pegado la cabeza contra la mesa hasta sacarme
sangre, me habría hecho llorar por monigote y por pavo, de no haber sido
porque escuché ruidos en la habitación de mis padres y me paralicé.
Algo, no sé qué, los había despertado.
Saqué apenas la cabeza de mi habitación adolescente y me quedé así,
escondido, sin hacer un solo movimiento de más. Roberto salió primero y
encendió la luz del rincón blanco. Era una luz tenue, azulada. Detrás
apareció Chichita, haciendo con los brazos gestos de frío. Los dos eran
mucho más jóvenes de lo que yo hubiera imaginado. Pero no fue eso lo
que más me llamó la atención, sino que estaban vestidos como para salir.
—No hagas ruido que está Hernán despierto —dijo mi padre, señalando
la cocina y el traqueteo de la olivetti. Ella asintió.
Fue extraño. Yo me escondía de ellos, y ellos se escondían de mí. Mi
padre comenzó a tantearse los bolsillos mientras Chichita se arreglaba,
con un dedo, la pintura de labios en el espejo que estaba sobre el estante.
—¿Tenés una birome? —preguntó él, en un susurro.
Mi madre rebuscó en su cartera y le pasó una Bic azul sin decir palabra.
Roberto abrió uno de los cajones del rincón blanco y sacó de allí una bolsa
pequeña. Después descolgó el espejo pequeño y lo puso, boca arriba, en el
estante. Chichita se acercó.
—A mí no me la hagás muy grande —dijo ella—, mejor guardá un poco y
la llevamos.
—No, gorda, tomemos acá. No hagas cosas raras.
Roberto peinó dos rayas finas, del largo de un dedo índice, con la
tarjeta amarilla del Automóvil Club. Después chupó el borde de la tarjeta
y se pasó la lengua por los dientes. Vi a Chichita doblarse sobre el anaquel
y aspirar con velocidad. Después él hizo lo mismo, pero más despacio.
Cuando acabaron de tomar, mi padre guardó otra vez la bolsita en el cajón
del armario, mi madre colgó el espejo en la pared y caminaron hasta la
cocina sin entrar. Solamente me golpearon la puerta y me avisaron:
—Nos vamos a lo de Peti y Negra.
Me escuché a mí mismo, con una voz muy atildada, contestar:
—Bueno, yo después cierro.
Antes de salir a la noche de Mercedes, Roberto apagó la luz del rincón
blanco y se revisó la nariz en el reflejo de la ventana.
Sigo sin saber si aquello fue un sueño barcelonés, o si de verdad estuve
allí por arte de magia. Cuando les conté la historia a mis padres, la última
vez que vinieron a España a visitar a Nina, fingieron divertirse mucho con
la ocurrencia y cambiaron enseguida de tema. No lo sé. En el fondo,
hubiera sido gracioso que, en aquellos tiempos, todos nos escondiéramos
para drogarnos.
Yo también tenía que esperar a que ellos se fueran para dar rienda
suelta a mis vicios. El mejor momento era el verano. Quedarse solo en una
casa sin padres es, junto a ser invisible en el vestuario de las chicas, la
situación más excitante en la adolescencia de un futuro escritor. No
importa si la casa es propia o ajena. Lo importante es llamar pronto a todo
el mundo y hacer fiestas interminables hasta el final del verano.
En proceso...
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